CINQUECENTO
Me desperté de madrugada. Miré el
reloj y eran las cuatro. Sentí sed pero me dio pereza levantarme. Hacía frío y
me convencí de que podría aguantar unas horas más. Todavía un poco adormilado,
escuché unos ruidos en el pasillo. Al principio pensé que sería Fernando, mi
compañero de piso, que a veces se quedaba dormido en el sofá y se iba tarde a
la cama. Me incorporé un poco, miré hacia su cuarto, situado enfrente del mío, y enseguida escuché
sus ronquidos.
Estaba a punto de dormirme otra
vez cuando volví a sentir ruidos. Eran como pequeños golpes, suaves, sigilosos y quizá, precisamente por
eso me hicieron sospechar. Durante el curso universitario vivíamos en un
apartamento en la playa y durante el invierno éramos los únicos vecinos del
bloque, así que estaba seguro de que los ruidos venían de dentro de nuestra casa. De pronto
sentí que unos pasos se acercaban hacia mi habitación, despacio. Me tapé con la
manta y dejé tan sólo un hueco para poder mirar un poco. Antes de que pudiera ver
nada, los pasos se detuvieron, comenzaron a alejarse y oí ligeramente el sonido
de la puerta de la entrada al cerrarse. Todavía un poco desorientado por la hora
y por el susto, me quedé un rato despierto, nervioso, sin entender bien si lo
que había pasado había sido verdad o un sueño.
A la mañana siguiente, cuando me
levanté, Fernando ya estaba desayunando. En el piso todo parecía estar como el
día anterior. No noté nada extraño. Le pregunté a mi compañero si había oído
algo de madrugada y me dijo que no. Entonces di por supuesto que lo había
imaginado y desayuné tranquilamente. Cuando fuimos a coger las llaves del coche
para ir a clase, no las encontramos en su sitio, en el cajón de la mesilla del recibidor.
Miramos por todas partes durante un buen rato y no hubo manera. Mientras Fernando seguía buscando, yo tuve
una intuición, salí corriendo al balcón, desde donde se veía el lugar donde
siempre aparcábamos, y descubrí que el coche ya no estaba.